domingo, 13 de abril de 2014

Escribirte…

“Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti” Friedrich Nietzsche

Quiero escribirte. Quiero extrañarte y pensarte con nostalgia y en una noche despertar sobresaltada después de soñar contigo y saber que te amo. Quiero sufrir por ti y recibirte loca cuando vuelvas. No lo haré. No te escribo por una sola y simple razón: mi grandísimo miedo a que lo leas. Crees saberlo. Crees que sabes lo que me pasa y crees que es todo por ti. Crees que si lo leyeras sabrías de antemano cada sentimiento expresado, pero no. Porque no te escribiría una declaración de amor, ni mucho menos. No podría aunque quisiera, y no quiero. Te escribiría un tratado de oscuridad y sombra, pues mi abismo es tan sólo comparable con el tuyo. Ambos hemos estado en la cumbre del placer y en el fondo de la desesperación. Quizá tus cumbres más suntuosas y mis fondos un poco más desesperados, pero conocemos el abismo. Quiero que lo dejes todo por mí y dejarlo todo por ti y probarles a todos (incluyendo a nosotros mismos) que se equivocaban. Pero no podemos. Porque también tenemos las mismas ataduras, que nos separan, pues sus orígenes son diferentes. Las tuyas vienen, que curioso, de la libertad. Las mías del amor propio. Sabes que nunca has encontrado una persona tan parecida y tan diferente a ti como soy yo. Y sabes que yo tampoco; también sabes que, aún así, no estamos en igualdad de condiciones. Por eso no podrías leer lo que te escribo. Sería destrozarme para que me arregles, sería echarte para poder extrañarte. Sería empujarte al abismo que nunca te dejará caer. No puedo hacerte lírica. Si te escribiera, si te describiera, mi alma no estaría en paz hasta que tu mirada acariciase esas palabras. Y yo sólo puedo escribir cosas que no leerás. No puedo escribirte. No ahora que he terminado la historia. No después del final triste. No puedo extrañarte y pensarte con nostalgia y despertar sabiendo que te amo. No puedo sufrir por ti con todo el corazón preparado, guiándote a tu regreso, rompiendo tus ataduras de libertad para recibirte loca. No puedes leerte de mi puño y letra. No puedo escribirte, ni escribir para ti. No lo haré (lo hago), no lo harás (lo haces). Y si tu mirada se posa en estas letras, ya no dudes en mirar a mi abismo y luego, quizás, a mis labios.

El caballo

No sé por qué me subí al caballo. Me sugirieron que lo hiciera y lo hice, eso es todo, ni siquiera recuerdo qué paso antes. Estaba lloviendo, me intenté impulsar con una valla blanca de las que limitaban los terrenos del potrero para subirme y resbale. Sentí miedo, dudé por primera vez de mis habilidades como jinete, quizás no debía montarme. Alguien me sostuvo, me ayudaron y al fin estaba allá arriba. Me invadió la sensación de poder. Era yo quien estaba por encima, yo tenía las riendas, estaba sola y no podía estar mejor. Empezamos con un trote suave cuando me di cuenta de que ya no estaba en la explanada cubierta de pasto suave. Él galopaba, llevándome hacia adelante esta vez en un gran estadio, una especie de conjunto de instalaciones deportivas multiusos. Había gente bailando, entrenando... una piscina. Noté que anochecía porque las luces artificiales eran las que predominaban. El galope era cada vez más rápido, mi caballo se movía suave bajo mis manos, su pelaje corto y sedoso parecía terciopelo. Montaba sin silla y necesitaba lucirme. La verdad, el animal hacía todo el trabajo mientras yo sonreía. Leía mis pensamientos. Tuve un momento de pánico al llegar a una valla, pánico que él sitió y tradujo en un salto torpe. Todos me miraban, tenía que mejorar eso. Recuperamos la velocidad anterior y otra valla vino ante nosotros, pero esta vez estaba preparada. Sentí los músculos del animal contraerse y relajarse mientras nos elevamos en el aire. Cuando tocó el suelo, me sentí como otra persona. Poco después un muro nos hizo dar una vuelta cerrada, de la cual también tuve miedo. Cerré los ojos y luego el siguió a paso, entrando en un bosque. De repente me di cuenta de que nunca me había sentido mejor Los troncos eran del ancho de mi cuerpo, las copas demasiado tupidas para dejar pasar cualquier luz de luna. En cambio, algunos haces naranja provenientes de las farolas nos iluminaban horizontal y entrecortadamente. Era lo mejor que me había pasado. Fui feliz, realmente feliz, de haber tomado la decisión de subir, de superar mis dudas, como cuando te das cuenta de que estás vivo y es todo lo que importa, como cuando te das cuenta de que eres humano y sientes, y al aceptar eso empiezas a sentir muchas cosas y matices; eres demasiado pequeño o demasiado grande, tienes un alma, eres universo, estás consciente y lo tienes todo porque te tienes a ti mismo. Es un estado peculiar, como si sólo admirarse de la vida en todo su esplendor y amplitud te alejara de todos los males y dolores. Miré al caballo y palmeé su cuello y casi sentí que podía hablarle, decirle que lo había hecho muy bien, algo insegura de lo que sea que eso significara. Pero entonces escuché una voz que me trajo de vuelta a alguna realidad, tuve que bajar y devolvérselo a su dueño, en otro lugar (mi colegio) que de repente estaba allí. Detrás de la escalera, lo escuché decir que lo iba a alquilar, pero yo no tenía dinero ni espacio... ahí terminaba mi historia con el caballo. La única realmente importante de ese sueño.

sábado, 22 de febrero de 2014

El cielo de Caracas

El cielo de Caracas es puro,

es amable,

es escarchado.

 

Si vas al sitio correcto

y te quedas tiempo mirando,

verás a contra luz una bandera

volando.

 

Cuando es azul, es mar

Cuando es blanco, es papel

Cuando es rosado, es flor

Cuando es negro...

Ay, cuando es negro ya no es cielo

sino su telón.

 

Las banderas nadan en el mar

Son tinta en el papel

polinizan la flor

y se esconden tras el telón. 

 

Cuando la función acaba,

el telón oprime y libera.

Un único reflector hacia el público a veces

Y a veces, nada más que nada.

 

Caracas, si siempre regreso

es por tu mar cálido,

tu papel despreocupado,

tus miles de flores.

 

Caracas, si siempre me voy

es por tu telón desvencijado,

cerrado a ciegas.

Sin aplausos.

 

Caracas, si siempre te quiero

es por esa bandera

que no tiene miedo

de volar para nadie.

 

O quizás porque vuela

un poquito

para mí.

 

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Piensa...

Anda, no dudes antes de alzar el vuelo,
No temas la muerte.
La muerte real es no volar.

Cierra los ojos.
Olvida que lees.
Las palabras las sentirás en el interior de tus párpados.

Piensa en estrellas, en sol, en río,
en inmensidad.
Piensa en mis caracoles dorados.

Piensa en mis arañas blancas;
En el terciopelo traslúcido
Que revela cauces de vino

Piensa en avellanas y en el borde del café.
Piensa en hilos con vida propia 
En el confín de la tierra.

Piensa en motas de noche,
En chispas de vainilla sobre arena
En estrellas oscuras en cielo nuboso

Piensa en mí.

miércoles, 22 de enero de 2014

Mi poetisa

Belisa Crepusculario se hizo a sí misma, y en cierta forma me gusta pensar que yo también. Quizá sea (me refiero a que seguramente lo es) pretencioso compararme con ella e incluso intentar volverla parte de mí, pero ella, con el perdón de Isabel, también es un poquito mía desde que decidí sacarla del papel. Pienso existir, existo pensando, y las palabras son también mis eternas aliadas, mis confidentes y mi hechizo. ¿Quién soy? ¿Qué me propongo? Soy una mujer valiente, decidida a defender derechos, a revindicar la lengua, hacer la realidad poesía y, sobre todo, expresarme como la idealista que soy. Creo en los milagros pequeños y en las metas lejanas. Tiemblo ante una página en blanco y no dudo en los campos minados. Soy dura conmigo misma como la vida nunca lo ha sido y pretendo defender la alegría como me enseñó cierto uruguayo. Me busco en todas las canciones, en todos los poemas y en todas las historias, sobre todo de amor. Me encontré infinidad de veces, pero la versión más bonita, la más pura y dulce de mí misma, me la dio “Dos Palabras” y creo que fue la que me trajo aquí. Sería un orgullo y un honor denominarme poetisa, aunque sea por puro ideal, así como opinadora de oficio, reflexiva, pacifista y me agrada pensar que intento arreglar un poquito el mundo. Por lo menos el mío. No escribo para que nadie me lea, pues no uso la palabra como un medio en pos de un fin. Mis palabras son un fin en sí mismas y no hace falta un ávido ojo lector para que ellas cobren vida, pues siempre yacen en mi interior. Escribo por conocerme, escribo lo que no puedo decir en voz alta, escribo cuando me canso de hablar y cuando me canso de estar en silencio. Escribo para nadie, escribo para todos, escribo para él y para ella, pero nunca por ellos, pues únicamente puedo decir (sin importarme lo egoísta que suene, dado que mi objetivo es ser sincera) que escribo por mí. Puedo venderte las palabras en el orden que desees según lo que persigas, puedo darte de ñapa una palabra secreta para espantar la melancolía, pero no puedo mentirte. Esta soy yo, este es mi abismo. “¿Mirad cuál amistad tendrá con nada el que en todo es contrario de sí mismo?”…